Por fin llegué a la estación central. Pensé que, al ser un lugar conocido y tan céntrico, todo partiría de ahí y alguien podría orientarme.
Como tuve ocasión de comprobar, no era muy difícil llegar a pie. En 20 minutos de los míos podía plantarse uno en la Bonn Hauptbahnhof. Sin embargo, sólo lo averiguaría después de coger el segundo autobús del que no me echaron por no saber decirle una parada correcta, y después de andar como loco entre dos marquesinas en las que miraba el mapa e intentaba saber cuál estaba más cerca del centro.
El viaje, de unos 7 minutos, me costó 1,65€. Me pareció muy caro, pero bueno, como son alemanes se lo pueden permitir, y como yo ya conocía la zona de memoria hice lo propio de todos los viajes en transporte público: quedarme de pie y hacer un cigarrillo con el billete.
Al cabo del rato quedaron libres muchos asientos, así que me senté. Entonces anunciaron el fin del trayecto y abajo.
La estación central ya me era familiar, aunque con las prisas del día anterior la recordaba boyante y más grande. En ese momento todos los comercios estaban cerrados, no había casi nadie por la calle y nadie me asaltó para decirme exactamente lo que tenía que hacer.
Preocupado como estaba de no llegar tarde mi primer día de clase, decidí practicar el viaje a la facultad de Derecho, así que me metí en el metro, aunque no mucho. Ojeé los horarios de salida y entrada comprobando la hora, intenté sacar 3 veces un billete y me arrepentí otras tantas y, a la tercera vuelta, sin repetir mis pasos jamás, una marea de gente me arrastró fuera. Conseguí zafarme de la corriente y entré en un kiosco de prensa. Entré y entré hasta dar con las guías de ciudades, pero, como ya sabía, no había nada de Bonn. Me di la vuelta y, a punto de marcharme, vi un mapa para ciclistas de la ciudad. Lo cogí tan satisfecho, pagué y me fui.
Antes de echarle un ojo saqué dinero, por si acaso. Luego vi que la tienda de móviles estaba cerrada. Suspiré y me introduje en el casco histórico.
Callejeé sin rumbo fijo buscando un lugar digno donde trazar mis cálculos hasta que di con un enorme edificio del siglo XIX con pinta de importante. Como me sonaba mucho, y no era de mis anteriores estancias, abrí la guía Erasmus que tenía en la carpeta. Pasé las hojas y allí estaba: la Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität de Bonn.
Entonces salió el sol y hasta me acaloré. En frente tenía césped rasurado del tamaño de un campo de futbol rodeado de árboles y bicis, y al final de aquél un mausoleo.
En uno de los bancos en los que no había enamorados me senté y disfruté del paisaje y de la tan ansiada presa. Respiré contento de pensar que eso era lo que esperaba de la universidad y me sumergí en el plano.
Resulta que el camino seguido era del todo ineficiente, pero, por conocido, había sido el más transitado. Descubrí dónde vivía; que mi calle no estaba orientada al norte, como pensaba, sino al suroeste; que las distancias eran pequeñas; que las calles cortaban los bloques de edificios adosados y dejaban paso a todo; y que la facultad estaba donde la señora Spruck había dicho. De hecho, si la noche anterior hubiera seguido por la calle del turco dos manzanas más, habría dado con ella.
Cuando perdí bastante temperatura como para necesitar moverme para sobrevivir, seguí mi ruta hasta dar con mi destino, que, como era de esperar, estaba patas arriba, y, como era de esperar, estaba cerrado.
El edificio era feo, del estilo de las facultades de los 70 de la UAM, y a su entrada paraban metro, tranvía y autobuses.
Di la vuelta siguiendo a un hombre con bolsas de reciclar y topé con la zona residencial de los estudiantes, que tenía muchas bicis, muchos pisos, un bar surfero y el servicio de atención al estudiante o Studentenwerk, exactamente en dirección contraria a donde me dijo la camarera.
Tras intentar hacer un par de fotos para la posteridad, oí un bramido a mis espaldas, pero no le hice caso. Al segundo me giré, y al tercero lo seguí hasta su origen: el Rhein. Por él navegaban dos inmensos cargueros que pasaron rozándose elevando los puertos, que recorrían toda la orilla. Satisfecho de mis logros y con las piernas algo cansadas, volví hacia mi habitación por el impulso de tomar algo y calentarme, pero por el camino me sorprendió la lluvia y me refugié en el primer sitio que vi con luz.
- ¿Qué desea? – me preguntaron desde atrás con acento cerrado.
Me di la vuelta para contestar que nada y allí estaba el turco, sonriendo.
- Una pizza funghí grande, por favor – respondí sonriendo. Me senté y comí.
La noche cerró y la lluvia paró. Al zulo volví con el buche y el ánimo llenos y con ganas de darle una paliza a la cama, pero apenas eran las 6 y no me parecía decente irme a dormir.
Después de reposar un poco decidí que era el momento de dar otro paso: conseguir internet.
Lo más lógico me pareció ir puerta por puerta preguntando si me alquilaban la clave de su Wifi. Con 9 conexiones nítidas en la zona alguno sería de algún vecino, y alguno estaría en casa.
Al primero llamé sin mucha convicción, cuaderno en mano y boli en boca, con los que tomar nota del código y en el que tenía el nombre de las redes, pero ni un ruido.
En la segunda puerta se oyó jaleo, pero tras tres intentonas, nadie abrió.
A la 6ª y última puerta llamé dos veces, y, cuando ya me giraba con la cabeza sobre el pecho, gritaron: “¡un momento!”
Di un paso para atrás y se abrió la puerta dejando salir el calor. De su pomo colgaba un brazo moreno en pantalones cortos y cara asustada.
- ¡Hola! Soy César, tu nuevo vecino, encantado de conocerte.
- ¿Cómo, perdona?
- César, como la ensalada y el emperador.
Sonrió, relajó el gesto y dándome la mano respondió: - Hola, yo soy Tassos, es un placer.-
Le conté mi vida mientras él reía y asentía: de cómo había llegado, de lo solo que me sentía, de mi hacinamiento, de mi incomunicación y hasta de mi estado civil y motivos, y cuando acabé me dijo:
- Yo vine aquí desde Grecia con una beca para 6 meses hace ya 9, y cuando me mudé aquí tuve el mismo problema y discutí con los vecinos por ello. No conozco a nadie más en el edificio por eso, pero si necesitas algo, lo que sea, ten mi número y llámame. Recuerdo cómo me sentí cuando llegué y no se lo deseo a nadie, así que si tienes dudas o quieres tomar algo... No estás solo, ¿OK? -
Yo le agradecí su disponibilidad y me despedí no sin antes apuntar que sólo quería algo como lo que tenía él, ordenador portátil enfrente de la ventana incluido, su número de teléfono y que no quería molestarlo más.
Luego probé puerta por puerta en mi ascenso y cogí abrigo y música para esperar en la entrada a que los demás llegaran.
Tuve suerte, porque a los 10 minutos apareció un inquilino, que resultó ser ruso, profesor de instituto y que no tenía internet en casa. Así fueron entrando otros 3, todos sin conexión. 9 líneas y ningún titular. Comprendiendo que esa no era la solución salí en busca de algo de cena: era sábado noche, así que me merecía un capricho. Pero al salir del laberinto en el que me había metido camino del centro porque creía que por ahí se iba al norte, topé con la salvación: un cyber-café.
Y fue entonces cuando experimenté el gozo de activar todos mis sentidos. Tomé conciencia de mi localización exacta, perspectiva de la situación y, como una ola, la calma entró en mi vida.