domingo, 4 de octubre de 2009

Comienza la aventura

Dejé la estación principal y, tras la tienda de móviles, el banco, el kiosco, los puestos de comida y las paradas de autobús, encontré un taxi. Con algo de suerte llegaría antes de que se fuera.

- A Kirchalleestrasse, por favor – fueron mis primeras palabras en un más que aceptable alemán. El taxista asintió, encendió el discreto taxímetro y arrancó.

Recordaba una de las películas de Clint Eastwood en la que, como forastero, recibía la implícita invitación a un tour por toda la ciudad antes de llegar al destino solicitado. Aquí nuestro amigo salía del entuerto porque le paseaban dos veces por el mismo centro comercial y tenía esa cara en la que se puede encender una cerilla. Yo me pensé que asumiendo un gesto duro, como el de quien está ya cansado de coger el mismo taxi al mismo punto, y haciendo como que miraba los mensajes del móvil, no sería objeto del timo.

Así, tomamos el puente que salva la vía del tren; giramos a la derecha en Meckenheimerstrasse; callejeamos por Bonner Talweg Strasse; torcimos en Reuterstrasse; nos incorporamos a Clemens August Strasse y, circunvalando un poco, dimos con la callejuela. Como ya había ido ahí cientos de veces, le dije de parar ahí mismo.

-¿Aquí mismo?

- Sí, aquí mismo. - 28 números después daba con el principio de la callecita, el número 2, que, como ya sabía, corta con Meckenheimerstrasse.

En la puerta esperaba una pareja de unos 60 años, típicamente alemanes. Ella resultó ser mi casera: la señora Spruck. Como tenía prisa no hubo casi tiempo para las formalidades: subimos los 5 pisos sin ascensor de un precioso edificio de mediados del siglo XIX mientras me advertía de lo pequeño que era el apartamento, de lo mucho que había insistido por teléfono y de lo imposible de conseguir nada mayor hasta enero. Yo sostenía que las dimensiones cambian mucho de un país a otro. Ya recordaba, de mis muchos viajes a la ciudad, que lo que los alemanes llaman pequeño suele ser mediano para los españoles. Y en la última puerta del último piso, previa advertencia de lo pequeño que sería y sonrisa típica mediante, me descubrió el zulo de 3 pasos por 2 y medio, además de abuhardillado, en el que me habría de alojar hasta que acabase la guerra.

Yo la miré interrogante. Ella sonrió alemanamente. Y yo exclamé: “Sí, pequeño es pequeño”.

Luego me atropelló con palabrería técnica esgrimiendo asuntos urgentes que atender y un contrato con las novedades de una fianza de 200€ superior a la original y unos gastos compartidos estándar de 25€, insalvables, además de un obligado aviso de extinción de la relación con 4 semanas de antelación. Volvió a sonreír y me dijo: “firma”.

Yo balbuceé que mientras estábamos buscando algo mejor creía que podría hacerme al asunto, pero que no recordaba nada de una fianza, ni gastos compartidos. Claro que si eran estándar…

De pronto sus quehaceres no podían posponerse más y me extendió la copia de mi contrato citándome para el martes a las 12:30. –Hablamos entonces – dijo.

A punto de escaparse la agarré del brazo y le supliqué un minuto más de su tiempo. Corrí escaleras arriba y luego escaleras abajo, y le di el regalo por el buen recibimiento: Es un postre típico español – dije sonriendo.

Muy bien, muchas gracias – soltó con asombro mientras caminaba hacia el coche - Y, por cierto, ¿vas a tomar clases de alemán o las clases son en inglés? –

- Son en inglés.

- Ah. Muy bien. ¡Adiós y hasta el martes!

- ¡Adiós y gracias por todo! – No había bajado la mano y ya giraba la esquina haciendo ruedas con su sumiso copiloto.

Solito y un poco desolado, ejercité mis piernas una vez más y me quedé fuera, entre el baño a compartir con 2 chicas y mi habitación. Por más que lo intentaba no conseguía verlo más grande, pero no me desanimé. Calculé toda posible variación, improvisé nuevas disposiciones espaciales, moví algún mueble y, al final, me di cuenta de que todo eso ya lo habían hecho antes: son alemanes.

Como eran ya las 5 de la tarde y habían pasado exactamente 12 horas desde que probase bocado, cogí dinerito y me fui a reconocer el barrio en busca de un supermercado. A pesar de lo pronto que era apenas quedaban unos rayos de luz, que se filtraban por entre la densa capa de nubes. En lo que tardé en recorrer 100 metros ya era totalmente de noche y di con el supermercado.

Después de dar un par de vueltas y esforzarme en pensar qué era lo imprescindible y a qué capricho tenía derecho, me hice con: 2 Kg de espaguetis, 1 litro de leche, tomate frito, filetes de pollo, jamón york, margarina, sal, pan de molde, una docena de huevos, bizcocho, galletitas de canela, bolsas de basura y 6 botellas de agua mineral. ¿Era potable el agua corriente? No estaba dispuesto a averiguarlo y menos con baño compartido.

Pedí un par de bolsas al pagar, aunque sólo me dieron una, y, gracias a mi fino instinto, me percaté de que al día siguiente era festivo. Entonces las señales cobraron sentido: el joven que compraba una botella de vino “Fiesta”; la señora que se hacía con ingredientes para un pastel de fiesta; mi profesora 10 años atrás, cuando me decía que saber qué día era el de la Unificación me salvaría la vida; la cajera deseándome felices fiestas; las banderitas por doquier y, finalmente, cuando a la mañana siguiente lo vi todo cerrado. Tengo que usar este poder con responsabilidad, pensé.

Tanto a la ida como a la vuelta estuve muy atento en tomar referencias. La casera no pretendía tener que hacerme más caso y mi Pate, que ya explicaré qué es, no daba señales de vida, de manera que estaba solo, y desorientarme, y de noche, podía ser fatal.

Con todo, no tenía ganas de ponerme a cocinar, además, no hubiera sido sensato agotar los víveres del fin de semana antes de tiempo, así que me abrigué bien y me fui a la calle. Caminé por la vía principal siguiendo el mayor flujo de vehículos, tanto coches como autobuses, pensando que, siendo fin de semana, la gente iría al centro a divertirse. Cambié dos veces de dirección, que no de sentido, fijándome siempre en las esquinas en las que lo hacía.

Pasé por un bar español llamado “Tapas” e, interrumpiendo mi aventura lingüística, entré en busca de instrucciones que comprendiese por completo. La camarera resultó ser muy amable, pero no una compatriota, y tampoco sabía bien cómo indicarme dónde había una especie de servicio para estudiantes. Anoté las instrucciones en mi cabeza y partí. Al llegar al tercer semáforo giré a la izquierda y no vi más que un enorme supermercado atestado de gente, pero nada del consabido servicio. Volví sobre mis pasos y entré en un sitio cuquísimo con infinidad de productos de limpieza, cosméticos, comida sana, comida para mascotas y gominolas. Compré Fairy y salí de lo que, a la postre, sería una farmacia.

Reflexionando sobre el objeto social, si es que es una sociedad la que monta la farmacia, llegué a un turco que, por el trato amable y los precios, me inspiró buena confianza. Pagué 5,50€ y disfruté pausadamente y sin quemarme de una Pizza hawaiana recién hecha.

Fue entonces cuando sentí por fin algo de calor.

La vuelta la hice dando un paseo, tratando de calmar la inquietud de no saber nada del lugar. Como no es más que una ciudad universitaria y residencial, no se editan guías turísticas ni en alemán, así que no tuve forma de hacerme con un mísero mapa. Si hubiese tenido un mapa, pensaba tumbado en la cama… ¡Un mapa! Ese era el tercer paso: aseguradas las necesidades básicas y reconocido el terreno, necesitaba un mapa.

Fue entonces cuando fijé los objetivos del día siguiente: conseguir un mapa y encontrar otro piso. Y fue entonces cuando sentí calor por segunda vez.