Durante los 3 días siguientes no paró de llover. Con el tiempo mi humor cambió: a pesar de contar con referencias, un amigo al que no volvería a ver y sin la barrera del idioma, me paseaba entre los demás como un fantasma. Tras 48 horas no había hablado con nadie más de 5 minutos seguidos. Las cajeras sonreían, y los recepcionistas, transeúntes, curiosos, estudiantes, policías,… pero nada de contacto humano.
Así, todo cerrado, la gente buscaba refugio en sus casas, supongo, y el resultado fue una bola blanca: mi carga.
Fue creciendo a medida que pasaban las horas, y se afilaba por la noche. A falta de metas factibles, e incapaz de crear ficciones que las suplieran, el apetito disminuyó y el sueño aumentó. Hundirme en los brazos de la Desesperación, arrullado por su meneo, era tentador, pero sabía que su amor era caprichoso. En cuanto me entregase a él perdería mi fuerza, su interés y quién sabe qué más. Hundí la rodilla en el suelo y el rostro en su pecho, pero era tal mi cólera… Apretaba los puños y las mandíbulas para reprimir el llanto ¿Para qué llorar? Dejar caer una gota hubiera sido mi perdición. Habría llorado mi esperanza, mi fe y mi fuerza, y necesitaba toda de la que fuera capaz de hacer acopio hasta que llegase el momento adecuado, el momento de liberarme.
Era una carga de la que uno no puede librarse sin más. Una carga que nadie puede asumir. Era una carga que nadie comprende y que no se aligera cuando se describe. No se halla consuelo en nadie. – Se irá - dicen, pero los hay que han muerto aplastados por ella, o que conviven tullidos con ella.
No era una cuestión de perspectiva, ni de ánimo. Era una carga y sólo sería libre cuando me deshiciese de ella.
- Todo va a salir bien, no decaigas- susurran. ¿Por qué? Si ahora bajo los brazos o si aprieto pero mis tibias se quiebran, ¿no habré perdido? Entonces no alcanzaré la meta, y tampoco me arroparán y desearán mejor suerte para la próxima vez. Lo cierto es que me partiré las piernas, la carga rodará y me arrastrará con ella, y yo no podré hacer mucho.
Estos son los momentos oscuros, los que preceden al sueño y en los que la intimidad se hace infinita. La proyección del yo examina despiadada y no hay lugar para las excusas, las mentiras piadosas o las ilusiones. Estás ante tu descarnada realidad, la cara que nadie ve y que sólo tú puedes mirar sin sentir miedo. Cerrarás la puerta para que nadie se incomode y afrontarás una realidad cruda, esquelética, que no se ve a la luz del sol y que no puede dejarte indiferente, ¡no debe dejarte indiferente! ¡Lucha contra ella o entrégate, pero no te quedes en el vértice!
Eso es la carga.
Yo elegí no elegir. Me tendría que esperar si quería una respuesta. Cerré los ojos y…
Cuando desperté sobresaltado por un ruido que no correspondía a nada allí estaba, con los ojos abiertos y la expresión muda. Me giré sobre mí mismo y su respiración me agitó el flequillo.
- Vete – inquirí con los ojos cerrados. Pero no respondió.
Por la mañana no lo vi cuando desperté. Sin embargo sentí inquietud. ¿Dónde se habrá metido? Repicaron las campanas, volaron las palomas y allí estaba, sentado en el escritorio.
- Vete… - Pero no parpadeó.
Estuvo conmigo durante tres días, los tres en los que no paró de llover. Me seguía a todas partes, e incluso llegué a acostumbrarme.
El segundo día lo vi al otro lado del río, donde estaba sentado con un paraguas esperando a que llegase mi cita.
El tercero lo perdí de vista todo el mediodía, pero por la tarde volvió a aparecer.
- ¿Qué quieres? Ya te he dicho que te vayas. ¿Qué voy a hacer contigo? –
Entonces alzó el brazo y me señaló con el dedo. Un punto rojo describió la trazada y se definió por completo al llegar a mí. Sentí una punzada en el pecho. Apuntaba directamente al corazón, y respondía así cada vez que se lo preguntaba.
Esa noche no aguanté más. Le grité.
- ¡¿Pero qué quieres que haga contigo?! ¡¿No ves que no sé lo que quieres?! ¡No paras de molestarme y ya estoy harto! ¡No tengo por qué soportar esto, ni de ti ni de nadie! –
Se quedó inmóvil, como siempre, pero parpadeó, sonrió y se fue.
Al día siguiente amaneció despejado y fue el más caluroso de toda mi estancia.
Así, todo cerrado, la gente buscaba refugio en sus casas, supongo, y el resultado fue una bola blanca: mi carga.
Fue creciendo a medida que pasaban las horas, y se afilaba por la noche. A falta de metas factibles, e incapaz de crear ficciones que las suplieran, el apetito disminuyó y el sueño aumentó. Hundirme en los brazos de la Desesperación, arrullado por su meneo, era tentador, pero sabía que su amor era caprichoso. En cuanto me entregase a él perdería mi fuerza, su interés y quién sabe qué más. Hundí la rodilla en el suelo y el rostro en su pecho, pero era tal mi cólera… Apretaba los puños y las mandíbulas para reprimir el llanto ¿Para qué llorar? Dejar caer una gota hubiera sido mi perdición. Habría llorado mi esperanza, mi fe y mi fuerza, y necesitaba toda de la que fuera capaz de hacer acopio hasta que llegase el momento adecuado, el momento de liberarme.
Era una carga de la que uno no puede librarse sin más. Una carga que nadie puede asumir. Era una carga que nadie comprende y que no se aligera cuando se describe. No se halla consuelo en nadie. – Se irá - dicen, pero los hay que han muerto aplastados por ella, o que conviven tullidos con ella.
No era una cuestión de perspectiva, ni de ánimo. Era una carga y sólo sería libre cuando me deshiciese de ella.
- Todo va a salir bien, no decaigas- susurran. ¿Por qué? Si ahora bajo los brazos o si aprieto pero mis tibias se quiebran, ¿no habré perdido? Entonces no alcanzaré la meta, y tampoco me arroparán y desearán mejor suerte para la próxima vez. Lo cierto es que me partiré las piernas, la carga rodará y me arrastrará con ella, y yo no podré hacer mucho.
Estos son los momentos oscuros, los que preceden al sueño y en los que la intimidad se hace infinita. La proyección del yo examina despiadada y no hay lugar para las excusas, las mentiras piadosas o las ilusiones. Estás ante tu descarnada realidad, la cara que nadie ve y que sólo tú puedes mirar sin sentir miedo. Cerrarás la puerta para que nadie se incomode y afrontarás una realidad cruda, esquelética, que no se ve a la luz del sol y que no puede dejarte indiferente, ¡no debe dejarte indiferente! ¡Lucha contra ella o entrégate, pero no te quedes en el vértice!
Eso es la carga.
Yo elegí no elegir. Me tendría que esperar si quería una respuesta. Cerré los ojos y…
Cuando desperté sobresaltado por un ruido que no correspondía a nada allí estaba, con los ojos abiertos y la expresión muda. Me giré sobre mí mismo y su respiración me agitó el flequillo.
- Vete – inquirí con los ojos cerrados. Pero no respondió.
Por la mañana no lo vi cuando desperté. Sin embargo sentí inquietud. ¿Dónde se habrá metido? Repicaron las campanas, volaron las palomas y allí estaba, sentado en el escritorio.
- Vete… - Pero no parpadeó.
Estuvo conmigo durante tres días, los tres en los que no paró de llover. Me seguía a todas partes, e incluso llegué a acostumbrarme.
El segundo día lo vi al otro lado del río, donde estaba sentado con un paraguas esperando a que llegase mi cita.
El tercero lo perdí de vista todo el mediodía, pero por la tarde volvió a aparecer.
- ¿Qué quieres? Ya te he dicho que te vayas. ¿Qué voy a hacer contigo? –
Entonces alzó el brazo y me señaló con el dedo. Un punto rojo describió la trazada y se definió por completo al llegar a mí. Sentí una punzada en el pecho. Apuntaba directamente al corazón, y respondía así cada vez que se lo preguntaba.
Esa noche no aguanté más. Le grité.
- ¡¿Pero qué quieres que haga contigo?! ¡¿No ves que no sé lo que quieres?! ¡No paras de molestarme y ya estoy harto! ¡No tengo por qué soportar esto, ni de ti ni de nadie! –
Se quedó inmóvil, como siempre, pero parpadeó, sonrió y se fue.
Al día siguiente amaneció despejado y fue el más caluroso de toda mi estancia.